viernes, 19 de agosto de 2016

DE BLASCO Y LA ALBUFERA AL MAR MENOR NUESTRO DE CADA DÍA


Me estoy planteando aplazar la lectura de los últimos libros de la lista que me programé para este verano y dedicar los días restantes de la temporada a releer a Blasco Ibáñez. Al fin y al cabo, un clásico siempre es un clásico, y de su lectura se puede, cada vez, disfrutar con nuevos descubrimientos,  apreciar nuevos matices, extraer nuevas enseñanzas…
¿Por qué Blasco esta vez? Porque esta mañana, a propósito de los múltiples artículos acerca de la problemática del Mar Menor, evoqué al Tío Paloma jurando en arameo por la desecación que de la Albufera llevaban a cabo los agricultores.
-   ¡Nos están quitando la Albufera! – exclamaba indignado el viejo pescador por esa tarea de destrucción a que muchos valencianos – entre ellos su hijo – se entregaban, buscando en la conversión de pescadores a cultivadores de arroz la posibilidad de una vida menos difícil de aquélla que estaban llevando.

Y casi siempre, al leer Cañas y barro, se pasa de puntillas por la descripción del enfrentamiento entre conservacionistas y no conservacionistas, lucha en la que se veían implicadas, como queda bien patente en el texto, distintas facciones dentro de una misma familia. Se pasa de puntillas por ello para centrarnos en la historia de un adulterio, como si ésa, y no otra, fuera la temática principal de la obra, del mismo modo en que en La barraca sólo se quiere ver el sufrimiento de la familia de Batiste ante el acoso a que es sometida por los demás aldeanos, olvidando que la barraca de Barrer era un símbolo en la huerta, una muestra de solidaridad hacia ese paisano que, harto de la explotación a que es sometido, se ve obligado a convertirse en un homicida; la barraca sin ocupar y su huerta sin cultivar constituían una represalia contra los herederos del tirano.

La versión edulcorada que de ambas novelas llevó a cabo Televisión Española es comparable a la que las películas de la época dorada de Hollywood hicieron de algunas otras de sus obras.
Y del mismo modo hacemos, inconscientemente con la lectura de Flor de Mayo, Arroz y Tartana o Mare Nostrum (que de la versión cinematográfica española de ésta, mejor no hablemos), quedándonos muchas veces en la superficie, sin llegar a calar en el contenido social, en la exposición de contradicciones, en la crítica feroz que resulta inherente a cualquier obra de Vicente Blasco Ibáñez, del que, si la lectura de sus obras tantas veces ha sido censurada, se habrá debido a algún motivo, no lo ha sido gratuitamente.
Pues esta mañana, leyendo algunos comunicados y visionando algún que otro vídeo a propósito del Mar Menor, me sentí trasladada a finales del XIX y principios del siglo XX, imaginando la angustia de los pescadores de la Albufera al contemplar impotentes la desaparición de su medio de subsistencia ante la invasión de sus terrenos de pesca por el crecimiento de los campos de arroz y figurándome las posturas agresivas, los enfrentamientos entre miembros de una misma comunidad por ese tema.

No voy a entrar en el análisis político de la situación del  Mar Menor en la actualidad, que para ello doctores tiene la iglesia (o politólogos el país, que lo mismo da) pero de lo que sí estoy segura es de que la situación no se va a solucionar sólo poniéndonos a orar y pidiendo “sálvanos hoy nuestro Mar Menor de cada día”, sino que alguien tendrá que agarrar al toro por los cuernos de una puñetera vez.

domingo, 31 de enero de 2016

LAS COSAS DEL PAPA FRANCISCO


La que está montando el Papa Francisco con el tema de la simonía… Y eso que, a la mayoría de los/las católicos/as no les suena, ni por asomo, el significado de la palabrita.
Si que pienso que, en su día, tuvo que tener cierta importancia, al menos, para una parte de la jerarquía, pues si no, ¿a qué se debe que se tratara, sucesivamente, en el primer Concilio de Letrán (1123 – 1124), el segundo (1139),  el tercero (1179) y el cuarto (1215)?
La simonía es un pecado por el que se pretende comprar o vender lo espiritual (cargos eclesiásticos, sacramentos, reliquias, promesas de oración, la gracia, la excomunión…) a cambio de lo material.
Se menciona por primera vez la simonía en los Hechos de los Apóstoles, cuando Simón el Mago le quiso comprar a Simón Pedro su poder para hacer milagros.

¿Qué le respondió el apóstol?: “¡Que tu dinero desaparezca contigo, dado que has creído que el don de Dios se adquiere a precio de oro!”. Y es que el evangelio de Mateo lo dejaba bien claro: “Vosotros habéis recibido gratuitamente, dad también gratuitamente”.

Quienes ya tenemos una cierta edad, recordamos lo que en nuestros años de escuela aprendimos en el catecismo, donde se dejaba bien claro que era un gran pecado eso de pagar por los sacramentos. Por eso nos costaba tanto comprender que en las parroquias se cobrara por las bodas, bautizos y funerales, y no sólo eso, sino que según la categoría del templo se cobrara una tarifa u otra.
Y no digamos nada de la categoría de quienes recibieran los sacramentos, que mi abuela nos hablaba cuando éramos criaturas  sobre algo que sucedió en su boda; la discusión entre el cura y el padrino porque el primero le dijo al segundo  que tenía que pagar una cantidad mayor a la estipulada porque los invitados utilizaron para llegar a la iglesia, ni más ni menos que, ¡doce galeras! Y una boda con doce galeras era una boda de lujo, por lo que tenían que pagar más.


El caso es que la reforma protestante, entre otras cuestiones, criticaba la práctica de la iglesia católica de cobrar por las indulgencias, que hubo ocho concilios de carácter regional en que se plantearon las reformas necesarias para acabar con estos abusos, que el Papa Nicolás II (1058 – 1061) prohibió a los clérigos que aceptaran la entrega de una iglesia por parte de un laico y que la reforma gregoriana de Gregorio VII (1072 – 1085) también prohibió la obtención de cargos eclesiásticos a cambio de dinero.
Y a pesar de esto, las prácticas han continuado hasta nuestros días, se paga por las misas de funeral o por las bodas, se otorgan beneficios fiscales sobre las propiedades eclesiásticas en no sé qué país de cuyo nombre no puedo acordarme, quizás el mismo que durante tanto tiempo tuvo el privilegio de proponer a Roma los nombramientos de los obispos, y no sé cuántas otras cosas más…

Y ahora al Papa Francisco, mira por dónde, se le ocurre revolucionar a su rebaño manifestando su rechazo al cobro que en algunas iglesias se lleva a cabo por celebrar los bautizos, confirmaciones, primeras comuniones y matrimonios y afirma que la salvación no se puede pagar con dinero, que no tiene precio, que los sacramentos no pueden tener un costo y que por parte de los sacerdotes no debe existir ambición económica.
Y no acaba ahí la cosa, sino que pide a los feligreses que, sil legan a ver una lista de precios en sus iglesias, tengan el valor de informar a los sacerdotes que eso de cobrar es un pecado, porque para los cristianos, sin tarifa ninguna por ello, las puertas de la iglesia siempre tienen que estar abiertas.
Hay que ver las maneras que apunta este nuevo papa, que compara el cobrar por los sacramentos con el pasaje evangélico de la expulsión de los mercaderes del templo. No, este papa no convence a mucha gente, a mucha gente que opina que, si el papa quiere condenarse, que se condene, pero que a ella no le va a arrastrar en su caída.
Veremos cómo continúa la cosa, que a mí me da, no sé por qué, que como se siga empeñando en ventilar los pasillos de la institución y proceder a su limpieza, más de un obispo y más de un cardenal se le van a enfermar.